viernes, 7 de noviembre de 2014

El origen del machismo y cómo combatirlo (I)


Según he ido avanzando con este post me he dado cuenta de que era demasiada sustancia para un solo bocado, de manea que he decidido dividirlo en dos: vamos a aproximarnos ahora a de dónde viene eso del machismo, y en una próxima entrada abordaremos cómo ayudar a dejarlo atrás cuanto antes.
La Real Academia define el machismo de forma sencilla y contundente: “Actitud de prepotencia de los varones respecto de las mujeres”. No deja de ser una definición curiosa, sobre todo por lo que tiene de categórico. Pero cuando la cosa empieza a oler peor es cuando miramos qué dice la Academia sobre eso de la prepotencia, y descubrimos que prepotente es “más poderoso que otros”, o bien “el que abusa de su poder”. Es decir se supone que los varones, por el hecho de serlo, son “más poderosos” que las mujeres y “abusan de su poder”. Pues sí que vamos bien. Cualquiera diría que la RAE está compuesta básicamente por varones… Esperad, que voy a mirarlo. Composición de la RAE a octubre de 2014: 35 varones y 6 mujeres. Como dirían Les Luthiers (https://www.youtube.com/watch?v=VykHFwfLtoE), “Caramba, ¡qué coincidencia…!”
Sin tantas zarandajas lingüísticas, está claro lo que todos entendemos por machismo: la actitud sexista que presupone que los hombres son seres superiores a las mujeres, y que por tanto éstas deben estar a su servicio. Pero, ¿de dónde ha podido sacarse nadie algo así? ¡Ah, se me olvidaba… ! Si ya lo decía antes la RAE: la explicación viene de que el hombre es “más poderoso” que la mujer. Pues vamos a ver de dónde le viene al hombre ese supuesto poder. Y para realizar el viaje me voy a poner el uniforme de biólogo, que es lo que toca. Ventajas de ser un poliedro.
Fuente: eluniversal.com
Desde el punto de vista estrictamente muscular, es cierto que el hombre es más potente que la mujer. Eso no tiene ningún mérito ni ningún misterio: el dimorfismo sexual es algo natural y común entre multitud de especies animales, apareciendo prácticamente siempre —los gibones son una excepción— en los primates superiores. Esta diferencia de tamaño del cuerpo lleva aparejada una determinada actitud vital, una forma de ser y de relacionarse. En los primates superiores, al igual que pasa en otros muchos grupos (como referencia manida, pero aquí adecuada, piénsese en leones, ciervos o focas), los machos pelean entre sí, y las hembras escogen para aparearse a los vencedores. Esa es una buena idea desde el punto de vista evolutivo, pues es seguro que los más fuertes a la hora de dar mamporros también serán los más sanos y mejor adaptados a su entorno, de manera que los hijos que se tengan con ellos tendrán mayores posibilidades de sobrevivir.
Fuente: velocidadmaxima.com
Entiéndase bien —es crucial— lo que se dice en el párrafo anterior: no se trata de que las hembras “decidan por el bien de su prole” aparearse con los machos más fuertes; es, simplemente, que las que lo hacen alumbran hijos e hijas más aptos para sobrevivir, y las que escogen atractivos perdedores paren hijos menos dotados para la subsistencia. Como los hijos se parecen a los padres, la actitud de “el más burro gana” (perspectiva masculina) / “me casaré con el más burro” (perspectiva femenina), se asienta más y más a cada generación que pasa.
Nuestra especie existe desde hace aproximadamente doscientos mil años. Pero seguro que los primeros sapiens se parecían muchísimo a sus antecesores, y estos a su vez a los suyos, por lo que cabe considerar que pautas de comportamiento parecidas en lo relativo al reparto de roles por sexo, son la norma de nuestra estirpe desde hace millones y millones de años.
El que da mejor y más fuerte los porrazos puede darlos para fines diversos, y no solo para imponerse a otros pretendientes. Su fortaleza física puede valerle, por ejemplo: para defender al grupo de enemigos y depredadores, para acceder prioritariamente a los recursos, para imponer su criterio… Y ¿cómo se llama todo eso junto? Pues muy sencillo: poder. El más burro manda. O, como mínimo el más burro mandaba en Atapuerca… y debió de ser casi literalmente, así durante muchísimo tiempo.
Cabría pensar que como lo que ha permitido destacar al hombre sobre el resto de especies ha sido su inteligencia y no su fuerza, el principio anterior tendría que haberse diluido. Pues sí, eso es precisamente lo que está ocurriendo; pero a un ritmo muchísimo más lento del que nos gustaría, debido básicamente a dos razones:
1ª- Los más fuertes no tienen porqué ser necesariamente idiotas, y los conocimientos son compartibles, mientras que el tamaño y la fuerza, no. Es más, nuestra tendencia natural nos mueve a imitar a los demás y a compartir nuestros conocimientos, de modo que mientras el más fuerte no fuera rematadamente imbécil y aprendiera lo suficiente (incluidas alianzas con el más listo, intercambiando protección por conocimiento), su reino quedaría garantizado.
2ª- Todo en esta vida tiene su inercia, y si al comenzar la carrera partes con ventaja, lo más probable es que la ganes. Así, el hijo del burro (que lo más probable es que se pareciera a su padre), seguro que tuvo una infancia mucho más cómoda que el hijo del listo. Cuando ambos llegaron a adultos, su competición estaba amañada.
La obviedad del último de los argumentos puede aplicarse a cualquier otro contexto y funciona de maravilla: ¿Quién tiene más posibilidades de estudiar una carrera, el hijo del ingeniero o el del obrero? ¿Habrían llegado a reyes y emperadores tantos reconocidos idiotas, si no hubieran sido hijos de sus padres?
Lo que no es ya malo, sino peor, es que los tiempos en los que las hembras escogían a los más fuertes se diluyó en la noche de los tiempos, y desde hace ya quién sabe cuántos milenios ellas ni siquiera tienen la opción de elegir, como hacen las hembras de muchísimas especies (si una osa o una cierva no se dejan, el macho no puede cubrirlas), pasando a ser simplemente una propiedad más de los machos.
Me quito el traje de biólogo y me pongo el de sociólogo, para rematar el viaje y llegar al presente.
A lo largo de la historia de la humanidad los matriarcados —que casi nunca lo son más que de forma parcial— son excepciones singulares, que no abordaré en este momento. La aplastante generalidad es el patriarcado, la asociación total del poder a lo masculino, engarzando con naturalidad el poder físico del bíceps con la propiedad de los bienes y el monopolio intelectual y espiritual. Y ahí tenemos a los tres grandes monoteísmos, Judaísmo, Cristianismo e Islam (que para mí siempre han sido versiones de lo mismo), como paradigma del acaparamiento de la totalidad de los poderes por parte del macho y la relegación de la hembra a elemento auxiliar a su servicio.
Fuente: bloggea2soft.com
A medida que el ingenio le va ganando la partida al músculo los vínculos entre poder y fuerza física se van debilitando. Pero el proceso es tan lento que no se aprecian cambios realmente significativos hasta el siglo XVIII, pudiendo tomar como referencias la Revolución Industrial y la Revolución Francesa. La primera de ellas le quita la fuerza al brazo del hombre y se la da a la máquina, la cual, al menos teóricamente, puede ser accionada igual por el fuerte que por el débil… o incluso por una mujer. La segunda revolución afecta a las conciencias, a la perspectiva ética de la vida, y abre las puertas a la reconsideración del papel de cada sexo, al sustituir el tradicional “respeto de las diferencias naturales establecidas por Dios“, por la nueva fórmula de “Igualdad, Libertad y Fraternidad”.
Por cierto, que las revoluciones que estoy empleando aquí como referencia se gestaron y desarrollaron en occidente, llegando al resto del planeta tarde y sólo de forma parcial y sesgada, a través del colonialismo y de otros perversos sistemas de relación entre pueblos con desarrollo tecnológico dispar. Parece más que cantado que esa es una de las razones por las que, en las regiones menos “occidentalizadas” del mundo, como el África y Asia profundas, perduran las culturas más primitivas y ferozmente patriarcales, llegando en casos a anacronismos medievales delirantes.
Fuente: brizas.wordpress.com
Bueno, dejando un ratito de lado a los zumbaos de Boko Haram y resto de rémoras, y considerando a la humanidad en su conjunto, parece que hemos dado los primeros pasos realmente serios para alejarnos de nuestros primos los chimpancés. Pero, ¿os hacéis una idea del poquísimo tiempo que ha pasado desde el inicio del cambio, y del peso de la inercia a vencer? Vamos con cuatro números, y veréis como la cosa marea. Considerando que un siglo comprenda, de media, cuatro generaciones (esto es, que cada 25 años la gente alumbre más gente) tenemos lo siguiente:
 Desde los primeros homínidos hasta la aparición del Homo sapiens van cosa de 5 millones de años: 200.000 generaciones
- Desde que apareció nuestra especie hasta el inicio del neolítico (adiós a la caverna, invento de las ciudades y la agricultura, etc.), van ciento noventa mil años: 7.600 generaciones.
- Desde el comienzo del neolítico hasta las revoluciones Industrial y Francesa, nueve mil setecientos años: 388 generaciones.
- Desde las revoluciones del XVIII hasta la actualidad, tres siglos: 12 generaciones
¡DOCE GENERACIONES…! ¡¿PERO OS DAIS CUENTA…?! Más de doscientas mil generaciones de reparto de roles por sexos, y sólo doce de intento de reconducir la situación.
La tradición, las enseñanzas recibidas de nuestros padres y maestros nutren fatídicamente los procesos inerciales que hacen perdurar al machismo, pues como norma general enseñamos a nuestros hijos aplicando los mismos principios que sirvieron para educarnos a nosotros; y aunque éstos puedan ser adecuados para sobrevivir no lo son para cambiar las cosas.
Lo último no es que sea precisamente un descubrimiento, pero es algo que debe ser dicho alto y claro, a ver si a base de repetirlo acaba removiendo conciencias y surte algún efecto: LA CULPA DEL MACHISMO EN NUESTRA SOCIEDAD LA TIENEN BÁSICAMENTE LAS MADRES: al ser ellas las que cargan con el peso fundamental de la educación de los niños, son ellas las que hacen posible, tanto por acción como por omisión, la enésima reedición del modelo sexista. Porque son ellas las que transigen con que su hijo no se haga la cama, pero no se lo consienten a su hija; las que aplauden los impulsos competitivos en sus hijos, y la docilidad en sus hijas; las que exigen fuerza y valentía a sus hijos, al tiempo que enseñan a sus hijas a buscar amparo. Y acaso lo peor de todo: las que transmiten a sus hijas el mensaje de que serán ellas las que tendrán que encargarse la educación de sus propios hijos, mientras que a sus hermanos les inculcan que su responsabilidad será sostener a sus familias.
Claro, claro, claro… no son solo las madres. Obviamente, es la sociedad en su conjunto la que perpetúa el modelo sexista. Pero echar balones fuera no es que contribuya precisamente a resolver el problema, y no creo que le pueda caber a nadie la menor duda de que lo más decisivo en la formación de los individuos es el entorno en el que se cría; es decir, la familia.
Pero, ¿porqué es un problema el machismo? No lo es para leones, ciervos o tantísimas otras especies que llevan por aquí más que nosotros, ajustadas a repartos aún mucho más rígidos de roles por sexos. El quid de la cuestión es que el Homo sapiens es terriblemente exigente, y al individuo no le vale simplemente con sobrevivir y satisfacer sus necesidades primarias: quiere desarrollarse, explorar sus posibilidades, conocer y conocerse, llegar tan lejos como le sea posible… cosa evidentemente inviable si al inicio de partida le advierten de que sólo podrá utilizar la mitad del tablero. Y esto vale tanto para hombres como para mujeres, y para los dos a la vez. Porque cuanto más plenamente desarrollado está un individuo, sea hombre o mujer, más busca rodearse de gente tan desarrollada como él mismo, y peor se siente junto a seres a medias.
Quiero creer que ninguno de los hombres que me leéis podría desear como pareja a una suerte de electrodoméstico sexuado, una mujer analfabeta y absolutamente inculta que no supiera nada de nada a excepción de lo estrictamente doméstico. Y, por todos los dioses, no me seáis simplistas, que estoy hablando de pareja, no de juguete ocasional.
Quiero creer que ninguna de las mujeres que me leéis podría tener como pareja a una suerte de gorila insensible, un hombre absolutamente indiferente hacia todo lo que no fuera el poder, el placer y sus derivados (sexo, deporte, coches, política…). Y por todas las diosas, no me seáis simplistas, que estoy hablando de pareja, no de ningún seguro.
Fuente: portal.ugt.org 
Ahora toca lo más complicado: cómo combatir esa perspectiva simplista y atávica que continúa haciendo que, incluso hoy en día y en las zonas más desarrolladas del mundo, la gente siga sin ser más que la mitad de lo feliz que debería. Mucha tela que cortar, de modo que lo voy a dejar para una próxima entrada. Pero no me resisto a lanzar ya una primera pista de mi perspectiva poliédrica, que, cómo no, va contra corriente de las ideas en boga:
-       La peor forma de combatir una mentira, es una verdad a medias.
No creo que, a estas alturas, haga falta mucho argumentar para estar de acuerdo en que eso de que los hombres son superiores a las mujeres es una rotunda estupidez y una completa mentira. Pero eso de que somos iguales… palabra de biólogo, que en el mejor de los casos sólo podría calificarse como de “verdad a medias”. No somos iguales. Ni de coña. Y en próximos post pienso dedicarme a conciencia a destacar las diferencias… que a mi entender no arrojan ningún vencedor o perdedor, aunque sí sorpresas respecto a los roles que podría ser más razonable que desempeñaran preferentemente por unos y otras…

¿Alguien se atreve a ir opinando…? (se admiten y agradecen comentarios)

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