viernes, 14 de noviembre de 2014

El origen del machismo y cómo combatirlo (II)


La entrada anterior la dediqué a intentar diagnosticar qué es y de dónde creo que puede venir esa desgracia llamada machismo. Para quien que no lo leyera, y para coger impulso en esta aproximación a estrategias con las que combatirlo, voy a ofrecer una especie de concentrado de ideas, de dos líneas:
“El machismo es el sometimiento de las mujeres a los hombres, que aún perdura por la inercia de miles de generaciones durante las cuales el poder físico fue la base de todos los poderes”

También decía que, tras las revoluciones Industrial (la fuerza pasa del brazo a la máquina, accionable por cualquiera), y Francesa (adiós a las diferencias establecidas por el orden divino, y bienvenida la igualdad, la libertad y la fraternidad), hace tres siglos que comenzó el proceso de desagravio de lo femenino. Pero aún estamos lejos de alcanzar un punto de equilibrio estable, y a mi entender ello se debe fundamentalmente a que el proceso acaba de empezar: ¿qué son tres siglos, frente a cinco millones de años?
Como también adelanté, me parece mala idea intentar contrarrestar el tremendo peso de la inercia a base de verdades a medias, generalizaciones, prejuicios bienintencionados, discriminaciones positivas y zarandajas similares. Es como si para combatir la idea de que la Tierra es el centro del universo, oponemos la de que el centro es el sol. Puede que esa propuesta, parida originalmente hace dos mil trescientos años, fuera muy eficaz hace cuatro siglos para rebajar los delirios de grandeza de la humanidad y ayudarla a asumir que no somos el centro de nada. Pero el conocimiento no puede pararse ahí, en una mera aproximación a la verdad solo un poco menos equivocada que la equivocación a la que sustituye.
En el asunto que nos ocupa, lo de que los hombre son superiores a las mujeres sería el modelo geocéntrico; y lo de que somos iguales, el heliocéntrico. Pues va a ser que no: ni el sol es el centro del universo ni hombres y mujeres somos iguales.
Para empezar, resulta imprescindible superar una sutil trampa semántica: “Iguales”, es un término que necesita contexto para saber a qué nos estamos refiriendo, y no tienen nada que ver oponerlo a “diferentes” que a “superior e inferior”. Por ejemplo: ¿Brad Pitt y yo, somos iguales? Parece claro que no ¿verdad? Seguro que yo toco mucho mejor que él la guitarra… ¿o acaso estabais pensando en otra cosa…?
No son iguales, para nada, un café con churros y una cervecita con su tapa. Y si alguien pretende defender que una es superior a la otra es que, o es idiota, o no consigue pensar en abstracto; porque obviamente todos nos decantaremos por el café a la ocho de la mañana, y por la cerveza seis horas después.

Las diferencias entre hombres y mujeres son tantas y tan obvias (genéticas, celulares, fisiológicas, endocrinas, psicológicas…), que no me entretendré aquí en detallarlas o justificarlas. Lo que no es tan obvio es qué porcentaje de esas diferencias que corresponde a razones genéticas y cuál a causas culturales y educacionales. A discernir ese tipo de cosas se han dedicado generaciones enteras de científicos, y aunque ciertas cosas se van aclarando aún queda faena para rato. Casi siempre, lo acertado termina siendo algún punto intermedio entre los extremos “todo depende del entorno” y “todo depende de la herencia”. El tema es tan apasionante, al menos para mí y cuando se focaliza a asuntos antropológicos, que no descarto dedicarle algún día un buen rato en este espacio. Pero ahora, y para que la cosa no se nos acabe haciendo a todos eterna, voy a intentar coger el toro por los cuernos.
Olvidemos la estupidez de que hombres y mujeres “somos iguales”. Aún con mayor ahínco, olvidemos la suprema estupidez de presuponer que “diferentes” es una suerte de valoración o catalogación moral.
Sin red y sin que nadie me lo pida, pero con todo mi corazón, ahí lanzo mi decálogo (cada punto admitiría un tratado detrás para desarrollar la idea; pero lo he dejado en tres o cuatro líneas, de modo que agradecérmelo y ser indulgentes):
1º.- Si quieres cambiar el mundo, empieza por ti.
La humanidad es lo que sale de sumarnos a todos y a nuestras interacciones. Si en lugar de mirar hacia fuera, de quejarte de las cosas y de la gente, te miras a ti mismo, identificas tus criterios y actitudes erróneamente sexistas, y actúas para cambiarlas, ya estarás cambiando el mundo.
2º.- Piensa en ti y en los demás como personas, no como hombres o mujeres.
Quien trabaja contigo, con quien coincides en la carretera, a quien oyes hablar, a quien te diriges, tu pareja… todos son seres humanos, por encima de cualquier otra consideración. No presupongas nada en función de su sexo o de ninguna otra condición, porque con esa limitación tendrás siempre muy poco que ganar y mucho que perder.
3º.- Lo contrario de igual es diferente, no superior e inferior
No hay cualidades intrínsecamente masculinas o femeninas: todos las tenemos de todos los tipos, aunque lo usual es que algunas de ellas se presenten con mayor frecuencia en los hombres y otras en las mujeres. Y eso es todo: somos solo distintos guisos, cocinados con los mismos ingredientes.
4º.- Intenta llevarte bien contigo
No fuerces, no intentes estar a la altura, tente un poco más de respeto. Tú ya sabes quién eres (y cuanto mayor seas, mejor lo sabrás), y digan lo que digan, no tienes por qué ser más competitivo o más dócil, más prudente o más osado, más organizado o más improvisador. No aceptes etiquetas.
5º.- No intentes ser lo que no eres
Asume que, a lo largo de tu vida, cambiarás poco. Sólo puedes aspirar a pulir tus facetas más oscuras y a cultivar las más brillantes. Pero no eres culpable de tu naturaleza. No eres un ser defectuoso: simplemente, eres así. Y el de enfrente, hombre o mujer, también.
6º.- Convive con la frustración
Las cosas casi nunca sucederán exactamente como deseabas. La vida es así, y eso no es culpa de nadie (como diría Asimetrío “yo no tengo la culpa si follas poco”). Busca cómo desahogarte, si así lo precisas; pero no lo hagas usando al físicamente más débil: perderéis los dos.
7º.- Disfruta de tu sexualidad, no te sometas a ella
Pocas cosas te darán tanto en esta vida como el sexo. Disfruta de él cuanto puedas, pero cuidado: como todo lo poderoso, puede atraparte y condicionarte. El sexo es una fiesta que compartir, nunca un arma, ni algo que extraer de alguien para después descartar el resto.
8º.- No te inhibas, no te desentiendas de lo equivocado
No se trata de ser un héroe; pero no sigas la corriente al patoso, no rías la gracia fácil del simple ni aceptes sus abusos, solo porque es más popular o poderoso. Lo que está mal está mal, lo inaceptable es inaceptable y lo sabes; de modo que no le des pábulo: rompe la cadena, no perdones ni transmitas lo errado.
9º.- Evita sobrevaloraciones e idolatrías
La idealización, tanto de personas como de logros o actitudes, marca un camino a seguir que puede no ser tu camino ni tampoco el de quienes te rodean. Yo no soy, ni puedo ni debo intentar parecerme a nadie diferente de mí mismo; ni tú tampoco.
10ª.- Ayuda a los demás a encontrarse
No pretendas que los otros intenten alcanzar otras metas que las que les broten de dentro. No les señales lo que se espera de ellos, a qué guión deben ajustarse, qué es lícito en lo relativo a sí mismos y a su desarrollo. Solo hay dos opciones: dar con uno mismo, o perderse en el camino
Vale, vale, ya lo sé: el decálogo anterior rebosa de buenas intenciones, pero es imposible ponerlo en práctica como norma de vida.
Ni por lo más remoto pretendía tal cosa, como sí hacen otras famosas relaciones de principios éticos o morales, alcanzando en ocasiones el paroxismo de la prepotencia y autodenominándose “palabra de Dios”.
Mi listita de antes era solo un prontuario de recomendaciones, de sugerencias. Cosas en las que creo e intento aplicar, aunque no siempre lo consiga. Algo que ofrecer como alternativa a la disparatada corriente dominante, que cabría resumir del siguiente modo: Para luchar contra los abusos sexistas de poder, establezcamos como axioma que hombres y mujeres somos iguales; y como la tozuda naturaleza no parece querer darnos la razón, pues forcemos la feminización de los hombres y la masculinización de las mujeres, hasta conseguir que ellas vayan a gritar a los estadios y ellos se ruboricen leyendo en el metro las Sombras de Grey.

¡Uy, que se me olvidaba otra de las aclamadas técnicas antimachismo en boga!: retorcer el lenguaje para que no sea sexista: Nosotros y nosotras, cuando nos dirijamos a interlocutores e interlocutoras preocupados y preocupadas por el machismo y la machisma, seamos cautos y cautas expresándonos y expresándonas con un lenguaje y una lenguaja que no sea ni seo ofensiva ni ofensivo, para propiciar la concordia y el concordio de un mundo y una munda igualitario e igualitaria.

Hala, y paro ya que tengo que ir a hacer la cena. Porque en casa yo soy de largo el más hábil en la cocina —y el cocino—, como lo es sin duda mi mujer generando y administrando el dinero —y la dinera.

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