miércoles, 29 de octubre de 2014

La idiotez de los selfies

Reconozco que soy un dinosaurio, y por lo tanto padezco una esclerosis progresiva en relación con lo tecnológico que me dificulta asimilar las modas, ese vertiginoso pasar cada mañana al galope por encima de lo que ayer era nuevo y hoy ya es solo arqueología. Así, me pone de los nervios tener que cambiar todo el rato de móvil, las actualizaciones constantes de todas las aplicaciones, que las cosas se te queden obsoletas en las manos antes de que hayas tenido tiempo de salir de la tienda, o que no haya manera de arreglar nada porque ese modelo ya no se fabrica y te sale más barato comprarte otro.
Fuente: Wikipedia
Hala, ya me he desacreditado solo, de modo que el que quiera puede dejar de leer estas quejas de anciano descatalogado. Pero al resto, y sobre todo a los que pasaron su infancia conmigo en el Jurásico, os quiero regalar algunas reflexiones en relación con la penúltima de las estupideces globalmente aclamadas: los selfies.
Cuatro décadas antes de que naciera el Sr. Selfie, yo ya me había hecho unos cuantos. Pero obviamente no vengo aquí a reclamar ninguna clase de autoría: es sabido que los autorretratos fotográficos nacieron a la vez que el invento de la fotografía; o mejor dicho, que los daguerrotipos, siendo célebre el de Robert Cornelius de 1839.
Pero al autorretrato al que aquí me refiero es al típico selfie moderno, el del brazo estirado y tu cara llenando casi todo el plano, con un rinconcito de nada para que se vea —o no— el fondo que supuestamente justifica la foto. Ahí va la autofoto más antigua que he conseguido encontrar, en la cumbre del pico Tesorero, en Picos de Europa, con mi amigo Nacho Huidobro.
Selfie -que no sabía que lo era- de mediados los 70
De entonces para acá tengo un buen montón, aunque cuando pasan a ser abundantes es a partir del comienzo de este siglo, coincidiendo con la invasión de las cámaras digitales y la subsecuente orgía fotográfica. Hasta entonces dar al “klic” era un compromiso, pues el número de balas de tu cámara era limitado, y para ver el resultado había que esperar y pagar. Pero con la llegada de las digitales, el número de intentos pasó a ser ilimitado, y verificar los resultados instantáneo. Un notabilísimo avance, qué duda cabe (esta afirmación tiene valor doble, viniendo de un dinosaurio).
Peeeero, y ahí está el quid de la cuestión, hay una sola cosa que justifica ayer, hoy y siempre, la existencia de los autorretratos: la imposibilidad de que un tercero participe. La cosa puede deberse a que no hay nadie más a quien solicitar que te haga la foto, o a la falta de un emplazamiento fiable donde dejar la cámara para darle después al automático (se adjunta ejemplo)
En medio de los campos de lava de Lanzarote, felizmente solo
Otra alternativa es que, aunque sí pudiera haber alguien a quien pedirle ayuda con la foto, no tienes ninguna gana de hacer partícipe del momento a nadie más. Esos son los típicos selfies de parejita, recuerdos de viaje o de situación en donde puede que dé igual incluso dónde estabas, y lo importante es con quién, o lo que en ese momento ocurría. Esto nos puede suceder a cualquiera en determinadas y singulares ocasiones; y no es malo de suyo, antes al contrario (nuevo ejemplo)
Selfie correcto, qué importa dónde
A los adolescentes, ya lo sean por edad o por inmadurez mental, las circunstancias anteriores se les presentan todo el rato, porque “qué corte, pedirle a alguien la foto…” Total, que se la hacen ellos mismos, una y otra y otra foto más, poniendo cara de idiota, gestos, muecas y otras patochadas de esas que hacen con naturalidad delante del espejo, pero que no se atreverían a hacérselas a nadie a la cara, y menos aún a un desconocido.
No pasa nada, los adolescentes son así, seres descarados y vergonzosos embarcados en la búsqueda de su propia identidad, de su imagen ("Quién o qué soy yo?... ¿este?” —selfie y carita— “o ¿este otro?” —nuevo selfie, nueva mueca—), sorprendidos ante todo lo que les rodea (“Mirad, colegas, dónde he estado este verano” –más selfies- “Y lo que vais a flipar es con quién estuve…” —selfie especial, directo a facebook y twitter-)
Lo que me termina de matar es que esa actitud idiota, que aún con todo es comprensible y casi hasta tolerable en los adolescentes, se haya convertido en gesto de hipotética naturalidad y campechanía adoptado por adultos teóricamente maduros, cultos y responsables. Cuando Obama, Leonardo DiCaprio o Fernando Alonso se hacen un selfie (momento que es inmortalizado por miles de periodistas, lo que evidencia que no se trata de un selfie por falta de terceros)… ¿lo hacen para enseñarles después a sus padres y amigos en dónde o con quién han estado? ¿ Para reafirmar quién son y hasta dónde han llegado? O casi peor aún, ¿intentan demostrar que continúan siendo adolescentes…?
Fuente: beevoz.com
Lo más desconcertante del conocido selfie anterior no es intentar imaginar qué les habrán comentado a sus allegados los protagonistas de la foto (lo mismo cosas tipo: "amigas, mirad que trío me monté el otro día con dos sajones"; o "¿os gusta la rubia...? ¡pues es la Primera Ministra danesa!"), o el cabreo monumental que se agarró Michelle Obama —¡Ay, celosilla...!— sino que la bromita en cuestión sucedió en pleno funeral de Nelson Mandela. Hace falta ser muy, pero que muy adolescente, o muy idiota, para no darse cuenta de lo absolutamente inapropiado de la cosa.
Me despido pues con este consejo de dinosaurio: pasados los diecisiete, autorretratáos sólo en intimidad, ya sea intimidad de uno o de grupo justificadamente exclusivo; pero no hagáis ostentación de tal cosa, si conserváis un mínimo de sentido del ridículo.

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