viernes, 17 de octubre de 2014

Si vas al centro, mejor andando (I)

Que nadie se asuste, que no tengo nada que ver con la Sra. Botella ni con ninguna otra autoridad municipal. El título no es un slogan sino una recomendación sincera, aunque en su versión corta, que para eso es un título. Desarrollada, la cosa quedaría así: “Si vas a visitar el centro de una ciudad histórica, no se te ocurra hacerlo en coche: mejor, vete andando”.
Seguro que todos habéis vivido jugosas aventuras, perdidos con vuestro coche en medio de algún laberinto medieval urbano. Pues yo os voy a ir dejando aquí alguna de las buenas. Y como ya sé que todos andamos siempre mal de tiempo, lo haré de una en una (de ahí el “I” del título). En breve volveré con más.
Reíd a gusto. Pero después, bebáis o no, recordad mi consejo: “si vas al centro, no conduzcas”
Anécdota nº 1: Daroca
Daroca es una preciosa ciudad medieval situada en el extremo sur de la provincia de Zaragoza, lindando casi con la de Teruel. La llegué a conocer bastante, pues a principios de los noventa participé en los trabajos previos a la construcción de la autovía Sagunto-Teruel-Zaragoza, conocida ahora como Autovía Mudejar. Por cierto, que la autovía en cuestión dejó descolgada Daroca —pasa como a diez kilómetros al este—, cosa que dudo que los darocenses hayan perdonado, pues la antigua carretera sí pasaba y sigue pasando por allí. Pero de verdad que no fue a mala uva: Daroca se enclava en un recodo del río Jiloca que pilla totalmente a trasmano para ir de Teruel a Zaragoza, y la nueva autovía acorta el itinerario un montón de kilómetros.
Gente ingeniosa y austera, los aragoneses en general y los darocenses en particular. Como muestra, un botón: En la intención de fomentar las actividades económicas de la zona, que ya estaban bastante tocadas antes de la puntilla de la autovía, se decidió construir un polígono industrial. Bueno, lo que en realidad se hizo fue plantar un montón de viales en medio del campo, con la esperanza de que a alguien se le ocurriese ir a instalarse allí. La cosa no tenía demasiada buena pinta, ya desde el principio, a pesar de que a la entrada del “polígono” dispusieron un enorme cartel que decía: “SE VENDEN PARCELAS INDUSTRIALES”. Y es aquí donde entra el contundente humor aragonés: un vecino de la localidad tuvo a bien rematar el cartel escribiendo debajo, con letras igual de grandes: A QUE NO. Lo preciso de su vaticinio puede verse en la foto siguiente, sacada del Google Maps, la cual muestra la situación del “polígono” veinte años después.

Fuente: google.es/maps
Bueno, a lo que íbamos con lo del coche.
Una tarde en la que acabé razonablemente pronto de recorrer alternativas para el trazado de la autovía, decidí dedicarle un rato al turismo cultural e ir a conocer los restos de las murallas árabes que coronan la ciudad. Conocía bien las que están junto a la carretera, pero no las de los cerros de enfrente, menos restauradas y accesibles. Subí por estrechas callejuelas, tiré el coche en un rincón cercano a la ermita de Nazaret y trepé hasta las murallas siguiendo sendas y trochas. Como sospechaba, el emplazamiento y relativo descuido de estas ruinas las dotaba de mayor encanto aún que el que poseían las espectaculares murallas del flanco contrario, estéticamente emparentadas con las de Ávila (nada menos, por otra parte; aunque éstas son musulmanas en lugar de cristianas).
Murallas del este de Daroca, que están como un pincel (fuente: aunclicdelaaventura.com)

Murallas del oeste de Daroca, gloriosamente deterioradas (fuente: musica-antigua-daroca.es)
A la vuelta ya oscurecía, y anduve distraído dejándome llevar cuesta abajo, zigzagueando por el laberinto de callejuelas irregulares, plazuelas y patios. Aquello no era tan grande, de modo que di por sentado que dos o tres manzanas más adelante ya estaría en alguna calle importante. Y casi fue así; pero sólo casi…
Fuente: Fotocommunity.es
En medio de fuerte ladera, desemboco en una placita no mucho mayor que un cuarto de estar, de la que parten dos estrechos callejones. El de la izquierda más que calle parece un precipicio, y todo apunta a que puede rematar en escaleras, de modo que cojo el de la derecha, que no tendrá más de dos metros de ancho. Veinte más adelante, mi calleja gira en ángulo recto —Pues sí que estamos buenos… pero dar marcha atrás aquí, de culo cuesta arriba para llegar a la microplaza de antes me parece fuera de mi alcance, de modo que intento el giro —¡Toma ya pericia, y toma ventajas de tener un coche pequeño…!—Curva imposible superada. Y al fondo ya se ve la luz y se oyen los ruidos de una calle de verdad. Estoy saliendo. Sólo tengo que concentrarme y moverme a cámara lenta, porque la infracalle por la que me deslizo parece estrecharse más y más. Llego a un pasadizo, para colmo en ligera curva, y entonces... ¡Raaaaaajjj…! (raspón en el espejo retrovisor de la derecha). Bajo la ventana y lo pliego. Luego hago lo mismo con el de la izquierda —Venga, hombre, que ya casi estoy— ¡Riuuuujjj…! Ahora raspo el de la izquierda, y eso que estaba plegado —¡Por Dios…!— ¡Raaaaaajjj…!, ¡Riuuuujjj…!, ¡Reeeejjj!... Sinfonía de arañazos en estéreo, ejecutada tanto por ambos espejos como por los dos laterales del coche —Pues ahora sí que la hemos jodido…— Más embutido que la salchicha de un perrito en su pan, intento tímidamente dar marcha atrás (¡Raaaaaajjj…!, ¡Riuuuujjj…!), luego para adelante (¡Reeeejjj!, ¡Riooooojjj!). Y todo esto a dos metros de desembocar en una calle de verdad. Bajo las ventanas, llamo a nadie, hago sonar el claxon… Gente que pasa por mi calle prometida se para, se asoman y comienza a formarse un corrillo.
(léase el siguiente diálogo empleando, cuando corresponda, acento aragonés)
—¡Oigan… los de ahí fuera….! ¿Pueden ayudarme…?— grito, a través de la ventanilla abierta, por la estrecha rendija que queda entre coche y pared.
—Pero… ¿Ande vas, maño…?— Responde socarrón y perplejo uno de los transeúntes del corrillo, regordete con pinta de labriego
—Me he quedado atascado… Estoy rozando por los dos lados…
—¿No has visto el letreo, pues…?
—¿Qué letrero…? ¡No había ningún letrero…!
—Vaya que si lo hay, arriba en la placica… Pero ya da igual.
—¿Y ahora qué hago…? El coche no sale ni para adelante ni para atrás… ¿Podían llamar a los bomberos?
–Y ¿qué les decimos…? ¿Qué traigan un abrelatas de los gordos…?— Era lo que me faltaba. El cachondeo se extiende por el corrillo, que no deja de aumentar, mientras yo me siento cada vez más idiota.
—Dale pues, que esto al final se queda sólo en chapa y pintura…
Regreso a la polifonía de metal, ladrillo y adobe (¡Raaaaaajjj…!, ¡Riuuuujjj…!, ¡Reeeejjj!), aunque ciertamente el coche consigue avanzar, centímetro a centímetro, camino de su liberación
—Venga, echarse para atrás y hacer sitio, que Daroca está pariendo un coche— remata su actuación mi consejero, para alborozo de sus paisanos.
Al final el tío tenía razón en casi todo: en la plazuela sí había un cartel que indicaba mínima anchura; pero aquello no fue solo chapa y pintura: fue chapa, pintura y bochorno.

Estrechuras como esa creo que no he pasado nunca, ni en el peor final de mes ni escalando la más angosta chimenea; aunque peripecias automovilísticas de similar calado sí tengo alguna más. Pero tal como acordamos, os dejo descansar. Dentro de poco volveré con más diversiones... como el cerdito Porky.

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