sábado, 25 de octubre de 2014

Si vas al centro, mejor andando (II)

Ya estoy aquí de nuevo, con más aventuras automovilísticas, Aunque en este caso, la verdad es que la historia más que de un conductor en apuros trata de un peatón forzoso. Forzoso y merecido, porque hace falta ser idiota para entrar al galope de los n caballos de tu coche en una ciudad como Toledo. Y he dicho “n caballos” porque no tengo ni la más remota idea de cuántos de esos equinos virtuales tenía aquel coche o ninguno otro. Ya sé que para muchos su coche es un signo estatus, una referencia de posición social, incluso una prolongación de su ego… o de alguna parte concreta de su anatomía (cosa que siempre pensé que delata disconformidad con la dotación que les proporcionó de serie la madre Naturaleza). Yo, que para esto también soy rarito, considero a mi coche un magnífico electrodoméstico, al que le estoy sinceramente agradecido, pero hacia el que no siento veneración singular. También amo a mi frigorífico -qué extraordinaria habilidad la suya para tener a punto mi cerveza- o a mi horno –cosa incomparablemente más cómoda que la hoguera- pero no voy por ahí presumiendo o hablando de ellos, tipo: “A ti, ¿qué tal te funciona tu nevera?, ¿no te hace escarcha?, ¿cuántos pingüinos de potencia tiene…? Pues yo me acabo de comprar un horno deportivo…”
Que cada cual se  relacione con sus sus electrodomésticos como considere oportuno. Lo cierto es que vinieron para quedarse —por suerte— y si los sabes usar te hacen la vida más fácil. Y si no pues… veamos otro ejemplo, emparentado con el que ya os conté de Daroca.
Anécdota nº 2: Toledo
Ese singlar enclave, ese fortín natural circunvalado y protegido por tres de sus cuatro costados por la hoz del Tajo, es considerado un lugar mágico desde mil años antes de que llegaran los romanos, y la cosa esotérica tiene allí una de sus sedes permanentes. ¡Anda que no llevan pasadas cosas inexplicables en ese vórtice astral…! Además, y para ayudar, el hombre lleva tres mil años construyendo y reconstruyendo en ese preciso lugar un laberinto encima de otro, y su conjunto relega el del Minotauro a la categoría de juego infantil. Si llegan a soltar allí a Teseo, seguro que todavía andaba dando vueltas.

Una de las máximas del laberinto toledano es que están prohibidas las paralelas y las perpendiculares: si dos individuos van por la misma calle y uno de ellos se mete por la primera calle que se encuentre (por ejemplo, a la derecha), y el otro se mete por la calle siguiente (obviamente, también a la derecha), no hay posibilidad alguna de que vuelvan a encontrarse jamás. Sus respectivos itinerarios girarán, subirán, darán vueltas, y finalmente desembocarán en alguna calle o plazuela, que podrá estar en cualquier sitio respecto a la calle de partida; pero los dos nunca llegarán a la misma calle.
Otra de las genialidades del laberinto toledano es que es absolutamente tridimensional, cosa que resulta una completa sorpresa, porque según llegas a Toledo lo primero que crees percibir —es una trampa— es que la ciudad se enclava en un “alto” rodeada por el río Tajo, que está “abajo”. Con esa premisa espacial en tu cabeza, si estás en medio de la ciudad y arrancas a andar calle abajo, y sigues, y sigues, instintivamente piensas “me estoy alejando del centro, y dentro de poco llegaré al río, en el borde exterior de la ciudad” ¡Error!: lo más probable es que desemboques en alguna callejuela o plaza minúscula desde la que te toque subir de nuevo, para donde sea, sin que hayas visto el río por ninguna parte. Y si lo que haces es ir para arriba, con la esperanza de llegar al centro, con lo que darás será con alguna otra plazuela o calleja desde la que divisarás los edificios emblemáticos del centro, allá a lo lejos. Alguien intentó explicarme que ello se debe a que, como Roma, Toledo se levanta sobre siete colinas. Pero me parece una explicación demasiado simplista y que no resuelve lo constatado; sobre todo, lo referente a eso de ir para abajo, para abajo, para abajo, y no llegar nunca al río.
Aceptando ya pues, sin ambages, el componente mágico e imposible del laberinto toledano, destacaré ahora lo que acontece con las gentes que por allí pululan. Miles, siempre miles y miles, entre las que es prácticamente imposible encontrar a un toledano (ellos viven en los barrios modernos construidos al norte del Casco Histórico, que es a lo que aquí me estoy refiriendo como “Toledo”), siendo los asiáticos uno de sus grupos raciales más enigmáticos: junto a la catedral, a cualquier hora del día o de la noche y cualquier día del año, hay siempre una representación importante, que en ocasiones suma varios centenares. Pues bien, esta gente “brota” allí, surgen quién sabe de dónde, acaso de alguna secreta boca de metro que conecta con el centro de Tokio o de algún agujero de gusano cuyo otro extremo se enclava por aquellas tierras. Porque en el resto de la ciudad puedes ver aisladamente a alguno de ellos, pero allí, indefectiblemente, se arraciman.
Fuente: paleorama.wordpress.com
Y obviando a chinos y similares, la masa popular en su conjunto fluye de forma misteriosa por estas calles. Como referencia, propondré un experimento que cualquiera puede poner en práctica. Vete a la plaza de Zocodover, al Alcázar o a algún otro enclave similar, y ponte a andar por una calle importante. Sin duda, te verás arrastrado por una ingente marea humana; pero si sales de la vía principal por la primera callejuela que se te ocurra, en menos de cincuenta metros (te recuerdo que no pueden hacerse 50 metros en línea recta: habrás tenido que torcer, subir, bajar, etc.) estarás absolutamente solo, sin nadie, en silencio. Para regresar a la calle principal deberás desandar exactamente lo andado, porque si intentas algún itinerario alternativo jamás regresarás al punto de partida. Bien, una vez de vuelta, déjate llevar de nuevo por la marea. Ésta te llevará a algún aparente destino, tipo plaza o edificio emblemático —si es la Catedral estará cercada por cientos de chinos a los que no habrás visto por el camino— en la que habrá bastante gente, sí… pero ni remotamente la que correspondería a la avalancha que estás acompañando. Y ahora viene lo más mágico: la muchedumbre ni está en el hipotético destino de la peregrinación ni continúa camino en ninguna dirección: las callejuelas que parten desde allí estarán desiertas, y por la gran avenida por la que te has dejado arrastrar tampoco regresará casi nadie…
Podría seguir tres páginas más relacionando magia toledana; pero luego siempre me decís que mis entradas son demasiado largas, de modo que vamos con lo del coche.
Toledo, además de todo lo ya dicho, es la capital administrativa de Castilla-La Mancha, región no precisamente pequeña —es como Austria- de esa cosa extraña llamada España, que es de facto una República Federal con rey. Y si trabajas para la administración manchega, tienes indefectiblemente que pasar por Toledo, como me sucedió a mí con cierta frecuencia hace ya un porrón de años, a raíz de un trabajo que tenía que ver con la ordenación ambiental de las riberas del Tajo. En una de esas ocasiones, en las que tenía reunión en un edificio institucional y emblemático del centro, venía de no recuerdo donde más que apurado, y pensando que si buscaba un parking para dejar el coche y seguir andando hasta mi cita llegaría demasiado tarde, decidí meterme a saco hasta la cocina. Total, ya conocía aquello, más o menos, y como la reunión iba a ser muy breve me valdría cualquier rincón en donde el coche cupiese sin entorpecer el tránsito. En un cuarto de hora estaría de vuelta, de modo que, arreando.
Entra por aquí, gira para allá, sube, sube, sube, tuerce, sigue para arriba… aquí no cabe, sigue… aquí no, que no dejo girar… a ver en esa placita… ¡perfecto!: lo pego a la pared de la iglesia, junto al árbol, y listo. Bajo del coche y continúo a pié cuesta arriba, callejeando y tirando de intuición. Si consigo llegar a la Calle del Comercio, luego ya es sencillo, de modo que sigo para arriba… y en seguida doy con mi calle de referencia y su bullicio de siempre. Cinco minutos después llego a mi cita, y al cuarto de hora ya está todo resuelto. Sólo queda regresar a la Calle del Comercio, y seguir luego hacia abajo, hasta la placita con iglesia en donde está mi coche.
Todo lo que habéis leído en los párrafos anteriores (exceptuando el último), son cosas que ahora sé —y vosotros conmigo— pero que entonces no sabía, de modo que ya podéis imaginaros cómo siguió la cosa.
Dejo mi calle de referencia y me meto por la que creo que es. A los cincuenta metros, soledad absoluta. Continúo calle abajo, sigo, bajo unas escaleras que no me suenan para nada… —¿Era por aquí…?— hasta que llego a una calle transversal cuyos dos extremos retrepan ladera arriba —¿Y esto...?— Obviamente no era por aquí. Subo, creyendo seguir el camino de bajada, pero no debe ser así, porque no llego a la Calle del Comercio, sino a otra placita con iglesia, que se parece a la que busco pero que no es —Pero bueno… ¿y ahora…?- Intento preguntar a varios transeúntes, pero los que entienden mi idioma, que son los menos, me reconocen que no son de allí y que no conocen el nombre de las calles. Por fin alguien me deja su mapa, y entre los dos conseguimos desentrañar, más o menos, dónde estamos y cómo se llega a mi calle de referencia. Una vez en ella reculo, calle arriba, y me meto por otra callejuela, que tampoco llega a ninguna parte. Consigo regresar y lo intento de nuevo por la siguiente, y por la siguiente, con idénticos resultados. Convencido de que por ese procedimiento jamás llegaré a mi coche, decido preguntar al empleado de alguna tienda, y me meto en una confitería, que anuncia mazapanes y otros dulces.
   Perdona, no quiero nada; es que me he perdido, he dejado el coche en una placita, junto a una iglesia… aquí mismo… pero no recuerdo exactamente dónde…
La pastelera, regordeta y campechana, me dirige una mirada que mezcla compasión y sorna.
    Que yo conozca, en el Casco Histórico hay unas cincuenta iglesias, casi todas con su placita delante. Aunque si añades conventos, sinagogas, mezquitas y otros edificios que son o fueron de culto, y que tienen pinta de templo, seguro que suman más del doble… Como no me des más datos…
Mi mirada de respuesta mezcla la vergüenza y la comprensión. ¿Y qué le cuento? ¿Que había algunos árboles y otros escasos coches aparcados? ¿Que estaba empedrada? ¿Que de ella partían callejones estrechos y en cuesta? ¡Pero si así es medio Toledo…!
La solución que adopté fue lógica, aunque esforzada: siguiendo calles importantes conseguí salir de nuevo del casco, para circunvalarlo después hasta dar con la calle por la que había entrado, siguiendo el mismo itinerario que había hecho a la llegada, hacía ya varias horas. Aún así me costó, pero finalmente di con la placita, en donde me esperaba plácidamente mi coche… con una multa de recuerdo en su parabrisas, para darle aún más emoción al fin de fiesta.
Menos mal que, a la pastelera, decidí comprarle unos mazapanes con los que endulzarme el regreso.
Por cierto que a Toledo he vuelto después de aquello en un montón de ocasiones, por trabajo o por placer, pero siempre aplico el mismo criterio: directo a un aparcamiento; y después, al centro, mejor andando.  

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